Recuerdo que en una ocasión cuando era pequeño, mis padres nos habían llevado a mis hermanos pequeños y a mí a visitar una granja para ver los animalitos que tenía una paisana entrañable, en una aldea en el municipio de Oleiros en la provincia de A Coruña. Aquella simpática y agradable mujer intentaba enseñarme con esmero a ordeñar una vaca — animal para mí, ¡enorme ¡–, pero a pesar de que yo prestaba mucho interés y apretaba y apretaba con toda mi intención y buena voluntad los pezones de aquella ¡enorme ubre!, de allí no salía ni una sola gota de leche. En esto que la paisana me dijo: — neniño mira para aquí y para ese gatiño y ya verás como le gusta la leche –; me quedé alucinado, dado que después de dispararme hacia mis ojos la rica leche, la señora cambio la trayectoria del chorro y disparando la leche apretando aquellos enormes pezones y conseguía que el blanco líquido llegara a la boca del gatito que con una agilidad increíble saboreaba tan rico elemento.
Recuerdo aquellas deliciosas tostadas de pan fresco untadas con mantequilla amarilla que nos preparó aquella señora, con la nata de aquella leche previamente batida con agua que iba añadiendo poco a poco, hasta obtener una bola de tan apreciada grasa que aunque es muy rica en colesterol, tamándola con moderación que os voy a contar que vosotr@s queridos compañer@s no sepáis.